sábado, 10 de enero de 2015

¿Transición? La soga atada y bien atada

Cualquiera con unos mínimos conocimientos de la historia del Estado español sabe o ha oído hablar de la “transición” que hubo desde la muerte del dictador Francisco Franco hasta la llegada al poder del PSOE de Felipe González, en 1982. Y con total probabilidad, el o la lectora habrá estudiado dicha historia desde un punto de vista institucional y oficial. Pero, por el contrario, ¿y si la transición no fue exactamente como nos la han explicado? Hay que saber, y esto lo enseña la misma comprensión de la historia (valga la redundancia) que ésta siempre la escriben los vencedores, y por tanto, la historia de la transición no iba a ser una excepción.

¿Fue realmente una transición modélica, pacífica y ejemplar?,  ¿puede tener algo de ejemplar una transición que se cobró la vida de casi 600 personas?

Efectivamente, desde 1973 a 1983 se cobraron exactamente 591 personas por violencia política. De estas 591 víctimas de la transición 188 fueron víctimas de la violencia política de origen institucional, esto es, victimas del propio Estado español y sus instituciones. Algo que no debería extrañar, pues al frente del Ministerio del Interior quedaría, de 1976 a 1980, el fascista Martín Villa. Lo que significa que quizás no existió tal cosa como la “transición”, sino que lo que existió realmente fue una “transacción”.

Era 20 de diciembre de 1973, y el almirante Carrero Blanco saltaba por los aires en su coche mientras se dirigía hacia misa, a causa de un artefacto explosivo de  ETA. El almirante era por aquél entonces el presidente del Gobierno, sucesor natural de Francisco. Aún no había muerto el dictador pero ya se sentía en toda la sociedad española del momento el fin del régimen franquista. Así, las personas que ostentaban el poder por entonces se dieron prisa en empezar a moverse para no perder esas cuotas de poder que se consiguieron después de la Guerra Civil, y lo que es más importante, eludir a toda costa cualquier tipo de responsabilidad política por los cuarenta años de dictadura franquista.

Es después del asesinato de Carrero Blanco en que empiezan las primeras transacciones políticas que aseguraran a los franquistas su continuidad. Y no estamos hablando solo de inmunidad para políticos del Régimen franquista, sino también inmunidad que buscaron –y consiguieron- los grandes oligarcas de la época que se apresuraron a resguardar el botín de casi cuarenta años de espolio a toda la clase trabajadora. Empezó así a redactarse lo que debería ser el nuevo contrato social para el Estado español: la constitución (o “restitución”, para lxs amigxs). Algo que no aseguraba nada, pues el Fuero de los Españoles también reconocía los derechos y las libertades de la ciudadanía.

El 30 de octubre de 1975, el por aquél entonces príncipe Juan Carlos asumía de manera temporal la jefatura del Estado ante la agonía de Franco, enfermo y postrado en la cama de un Hospital. Las negociaciones con las fuerzas que hasta ese momento se autoproclamaban de izquierda habían estado sobre la mesa desde hacía tiempo. Éstas buscaban un pacto para conseguir unas migajas por parte del propio régimen. Es decir, buscaban su legalización.

Por aquella época, en toda Europa, la juventud revolucionaria salía a la calle a demandar cambios estructurales en el sistema para poder desarrollar políticas pertenecientes a dinámicas antiimperialistas y anticapitalistas, es por tanto, que los mercados internacionales movieron hilos, con la ayuda desestimada de USA y Alemania, para no permitir a toda costa que el Estado español se convirtiera en una fuente de conflictos políticos después de la muerte de Franco. Mientras, el 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos juraba los “Principios del Movimiento Nacional” y el vicepresidente del Gobierno, Manuel Fraga, iniciaba las primeras conversaciones con el sector nacionalista vasco y los representantes del PSOE.

Pero no todo eran transacciones desde los despachos e instituciones del Estado español; de forma paralela a estas negociaciones políticas, había una parte de la sociedad que empujaba desde abajo. Las huelgas “salvajes” y la confrontación dentro de las universidades se extendían por todo el Estado español.  Los ambientes caldeados que recorrían por todo el Estado no pasaban inadvertidos  ante las grandes potencias capitalistas del mundo Occidental, sobre todo para USA. Y ante esta situación, Henry Kissinger, secretario de Estado durante aquel año en EE.UU, declaró: “Todo cuanto allí (España) suceda es vital para nuestro bloque político y militar”. EE.UU movía ficha, sabía que debía intervenir en la “transacción” española para asegurar otro Estado afín al bloque occidental y capitalista.

Entre el ambiente de huelgas obreras y estudiantiles hubo un episodio que marcó un antes y un después en lo que aquí narramos: los sucesos de Vitoria de 1976, hecho también conocido popularmente en Vitoria como “La matanza del 3 de marzo”. ¿Qué ocurrió? Durante una jornada de huelga en la localidad vasca, la policía dispersó a los huelguistas mediante gases lacrimógenos para desalojar a los obreros que estaban reunidos en la asamblea de la iglesia de San Francisco de Asís, disparando fuego real a los trabajadores que iban saliendo de la iglesia. La desproporcionada actuación policial se saldó con cinco obreros asesinados y más de 150 heridos de bala. El mensaje que el Estado español quiso dar era claro: no iban a abandonar su aparato de represión fascista; era un lavado de cara.

A principios de  1977, las transacciones políticas llegaban ya a los estamentos judiciales y el TOP (Tribunal de Orden Público) se convertía en la Audiencia Nacional; las viejas estructuras iban tomando nuevas formas pero sin ningún tipo de depuración interna y por supuesto sin que se hiciera caso a las demandas populares. Las fuerzas de la izquierda “moderada” entraban cada vez más en el juego de la reforma e iban abandonando la idea de ruptura real con el régimen franquista. Y el mismo 27 de febrero de 1977 se reunían, a escondidas, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo para negociar la legalización del partido político de este último, el PCE.

Llegados a este punto alguien puede pensar que el Gobierno español de entonces se alejaba de las directrices instadas desde los mercados internacionales, pero no, era Santiago  Carrillo y todo el PCE quien se alejaba de su ideal comunista, aceptando públicamente el fascismo, la bandera rojigualda y el sistema económico capitalista, a cambio de ser legalizado. 



EE.UU conseguía así lo que quería, que no hubiera ninguna fuerza mayoritaria de izquierdas que pusiera en peligro el nuevo régimen que surgiría a partir de 1978. Atado y bien atado, que dijo aquél.
Así pues, el 9 de abril de 1977 se legalizaba el PCE de Carrillo, siguiendo así todos los partidos de la izquierda moderada que aceptaron el guión impuesto desde arriba mientras aun había sectores del pueblo que seguían soñando con el retorno de la república española.

Después de esto, y entre los conflictos armados de entonces y las continuas manifestaciones y huelgas obreras, se producen las primeras elecciones en el Estado español desde 1936, aún con un gran número de partidos ilegalizados. De forma paralela, la CNT empezaba a irrumpir con fuerza en el campo sindical después de su legalización en marzo de 1977. Esto supuso un contratiempo para el Gobierno español, pues la CNT, que tenía cierta base en centrales fabriles, se resistía en ser integrada en el Estado, aun habiendo aceptado la legalidad.

La respuesta institucional a todos estos sucesos fue rápida y se crearon aquello  a lo que llamaron “Pactos de la Moncloa”, impulsados por Suarez y Carrillo. Dichos pactos se firmaron el 25 de octubre de 1977, donde se establecieron las demandas del FMI: en el campo laboral se debía incentivar a económicamente a la clase empresarial y reducir la estabilidad de la clase trabajadora mediante la existencia de uno o dos sindicatos no revolucionarios que estuvieran dispuestos siempre a pactar con la Patronal mediante el Estado; en el aspecto social: un status superior de bienestar a cambio de aceptar la primera demanda.

Durante estos días se produjo el autoatentado contra el Teatro Scala de Barcelona, saldándose con cuatro muertos. Perpetrado por el Estado a través de la Policía Nacional e ideado por el jefe de la Brigada de Información, Roberto Conesa (colaborador de la Gestapo, ejecutor de las 13 Rosas y líder de la guerra sucia contra ETA y GRAPO en el periodo del que hablamos), éste consistió en prender fuego al teatro mediante el lanzamiento de cócteles molotov como forma de criminalizar a la CNT y el movimiento anarquista en general y así marginarlo dentro de la clase trabajadora. Lo consiguieron.

A partir de aquí las transacciones políticas en los despachos seguían su marcha, y en medio del conflicto armado, el 31 de octubre de 1978 se votaba la Constitución española en el Congreso de los Diputados, escrita por unas cortes no constituyentes y cuando aún no se habían legalizado todos los partidos. La transacción ya daba forma a las más altas leyes por las que iba regirse, desde entonces, el Estado español. Lo que sigue, empero, necesita de una explicación más profunda. Y es que ya a finales de los años cincuenta, EEUU tenía contactos dentro del PSOE. Uno de ellos, y el más importante, Múgica, exministro de Felipe González y ex defensor del pueblo con Aznar, quien también tenía sus contactos con el Mossad. Esto no es de extrañar, pues en 1974 es el CESID el que expide el pasaporte a Felipe González y el que lo protege hasta Suresnes. Los responsables de esto, José Faura y Juan Peñaranda, obtendrían posteriormente en el gobierno del PSOE, altos cargos en el rango militar.
Y en esta misma dirección, en 1980, en una reunión en casa del Alcalde de Lérida, Luis Ciurana, se lleva a cabo la discusión sobre la opinión del PSOE referente al plan de “reconducción” posterior al golpe de Estado de Tejero. Cuya mayor expresión de consenso se muestra  a dos días de ese suceso, cuando un comandante coordinador de éste y vinculado a los servicios secretos de EEUU, Cortina (CESID), viaja a Washington, donde le dan el visto bueno a la operación.

El broche final al nuevo régimen español, pues, ocurrió previsiblemente el 23 de febrero de 1981, cuando miembros de la Guardia Civil, comandados por el teniente coronel Antonio Tejero, perpetran una intentona de golpe de Estado, provocando así que el ya rey Juan Carlos hiciera el papel de su vida, y mediante una aparición televisiva condenando el golpe de Estado, consiguiera lo que no había conseguido en cinco años desde que fue proclamado Rey de España, que la población lo aceptara como tal, pudiendo dar por finalizado este corto periodo, en el que finalmente no cambiaría nada, y en el que esos miembros de la guardia civil quedarían como fascistas, y la monarquía como democrática. Un año y medio después, la transacción española llegaba a su fin con la entrada en el Gobierno del PSOE con Felipe González  como nuevo presidente del Gobierno español, estableciendo ese gran consenso sobre el Estado, destruyendo grandes centros de movimiento revolucionario como los Altos Hornos de Vizcaya, y siguiendo con la guerra sucia estatal, ahora desde las estructuras “democráticas”.

De esta manera, en casi diez años, los culpables de delitos contra la humanidad durante el régimen franquista consiguieron su continuidad e inmunidad con la Ley de Amnistía de 1977, los partidos políticos pasaron de la ruptura con el régimen a una reforma pactada, el TOP se convertía en la Audiencia Nacional actual, las fuerzas supuestamente obreristas y republicanas aceptaban el fascismo, UGT y CCOO acataban la ley oligárquica en detrimento de la clase trabajadora, y “las aspiraciones populares de libertad se convirtieron en aspiraciones populares de libertad… para poder ir de compras a las rebajas del Corte Inglés”.

Por Borja Salvador y un servidor.

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